domingo, 17 de enero de 2010

La insoportable levedad del ser

Ha salido el sol; después de varias semanas de intensas lluvias, parece que se ha cansado de estar encerrado y ha decidido brillar de nuevo en lo alto del cielo.
A través del cristal impoluto de mi ventana, se filtran los rayos de luz que me calientan la cara y el corazón. Este corazón mío, que durante una larga temporada ha seguido latiendo a duras penas, atrasando cada vez más su sístole y su diástole; helado, gélido, sufriendo de Histeria Siberiana...al igual que yo.
No recuerdo el día en que salí a la calle por última vez, ni cual fue la última palabra que crucé con otro ser humano, ni tan siquiera recuerdo el motivo por el que un día decidí abandonar mi suerte a la soledad de esta sombría y silenciosa habitación...o mejor dicho, trato de autoconvencerme de que no me acuerdo, aunque no deje de pensar en ello cada día de mi vida.
Todo se produjo muy rápido, casi sin que me diese cuenta, pasé de ser una persona feliz y alegre a odiar todo lo que me rodeaba. Nadie me entendía, no había explicación alguna que justificara mi modo de actuar. Me sentía muy sola, como si nadie me comprendiera realmente; no había encontrado a la persona con la que quisiera compartir todo lo que se me pasaba por la cabeza.
Con frecuencia, en la mente se me agolpaban infinidad de pensamientos negativos, cada día que pasaba viviendo se hacía más grande mi desilusión por la vida y por todo aquello que me rodeaba. Fue un proceso continuo, una apatía angustiosa que se instaló en mi vida, con la cruel intención de no abandonarme jamás. Poco a poco me fui dando cuenta de que las personas a quienes amaba no eran como yo creía, que las cosas que la gente decía no eran sinceras, que todo estaba cubierto por una hipocresía inexplicable que enturbiaba hasta los sentimientos que siempre había creido sinceros.
Me había sumergido, sin quererlo, en un mundo que me resultaba apestante, odioso y malvado, y decidí no permanecer en él ni un segundo más, no quería que me contaminara el corazón, que creía haber tenido siempre impuro.
Pero cuando me di cuenta de todo esto, ya era demasiado tarde, me había convertido en la clase de persona a la que tanto odiaba; no fui consciente de ese cambio, sino prometo que hubiese hecho cualquier cosa por evitarlo.
Era tarde, lo sabía, pero también tenía claro que no quería seguir viviendo en ese mundo tan sucio. Barajé todas las posibilidades que tenía a mi alcance para terminar con mi sufrimiento, mas la única sensata, y en la que nadie aparentaba salir perjudicado, era la de encerrarme en una habitación para el resto de mis días.
Al principio fue duro, mis padres pensaron que estaba loca, mis amigos no me entendían, y trataron de convencerme para que no lo hiciera recurriendo a los chantajes más absurdos. Pero ya había tomado aquella decisión, no iba a producirse nada que cambiara mi parecer.
Mis días trascurren entre libros y vinilos, entre hojas y plumas, entre silencios y más silencios; de vez en cuando alguna ojeada por la ventana al jardín de casa, pero siempre cuando es de noche y tengo la certeza de que mis ojos no se cruzarán con los de ninguna persona.
Cada día mi madre aparca una bandeja junto a la puerta y se espera escondida detrás la escalera por sí consigue verme, pero siempre dejo pasar el tiempo hasta que la oigo marcharse escaleras abajo, entonces salgo y como la comida fría que mi madre ha cocinado con cariño. Todo me sabe a lo mismo, a mentira, a reproche, a hipocresía...
Sólo ahora, 3 años después, me planteo si fue la mejor opción tomar este camino, sino hubiera sido mejor dejar mi vida a un lado cuando estaba a tiempo. Ahora, sé que no voy a seguir con vida mucho tiempo, y lo mejor de todo es que estoy deseando que llegue ese momento.

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